Los hijos solemos ser injustos, no sabemos reconocer el amor y sacrificio que nuestros padres hacen por alimentarnos, educarnos, vestirnos, divertirnos. Bien dice la frase: “Uno aprende a ser hijo cuando se convierte en padre, y uno aprende a ser padre cuando llega a ser abuelo”.
Con la madre solemos ser más condescendientes, quizá porque por la propia naturaleza del instinto materno ella es quien vela por el hijo enfermo, la que está al pendiente de las tareas escolares, la que atiende al niño en sus necesidades fisiológicas y afectivas, y por estas razones la sentimos más cerca de nosotros.
Reconozco enormemente la labor de mi madre, su amor, sacrificio y atenciones. Pero en esta ocasión quiero escribir pensando en mi papá y en el padre de mi hijo; ambos, como muchos, decidieron sacrificar el tiempo con una familia a cambio de dar un mejor nivel de vida al que ellos tuvieron cuando fueron pequeños.
El rol del papá siempre se asocia con el proveedor del hogar —el que tiene que fregarse para que no falte lo indispensable en la casa, y si se puede para tener algunos lujos—. Salvo sus excepciones, porque hay hombres irresponsables y así lo asumen.
Soy la menor de cinco hermanos, no tengo un recuerdo de mi padre jugando con nosotros, tampoco llevándonos a la escuela, ni a unas vacaciones en familia. Mi papá se la pasaba trabajando, incluso horas extras, fines de semana y en sus vacaciones. La mejor herencia que nos ha dejado es precisamente la responsabilidad en el trabajo, y creo es la mayor satisfacción que él puede tener, que sus cinco hijos seamos responsables, comprometidos y autosuficientes.
Mi padre no ayudó a mi madre a bañarnos cuando éramos niños, pero durante varios meses él fue diario a ayudarme a bañar a mi bebé; tampoco me llevaba a la escuela, y hoy me acompaña al trabajo para ayudarme con mi hijo que llevo a la guardería; no iba a recogernos al colegio, pero ahora va por mis sobrinos a la escuela; nunca hacía las tareas con nosotros, y en la actualidad va con sus nietos a la papelería; antes no solía compartir con sus hijos la hora de la comida, pero ahora, cuando llegamos a su casa, nos tiene una deliciosa agua de frutas.
Siempre he creído que la vida nos da una segunda oportunidad. Hoy, al ver a mi padre, cómo está al pendiente de sus nietos, en especial de Luis Emiliano, es como si se saldara esa deuda de ausencia de cuando mis hermanos y yo éramos pequeños.
Ana Lilia Murguía