miércoles, 27 de agosto de 2008

¿Qué nos pasó?

Alfonso Zárate
Usos del poder
27 de agosto de 2008

¿Cuándo empezamos a aceptar como “normales” los excesos de nuestras autoridades?

¿Por qué habría de ser diferente? ¿Por qué tendríamos que vivir en un ambiente sano, de tranquilidad y prosperidad, cuando hemos hecho todo para ensuciar nuestras casas, calles, bosques y ríos… cuando la cultura social premia la holgazanería, la especulación y la delincuencia… cuando hemos construido una de las sociedades más desiguales del planeta?

¿Por qué habría de ser diferente si detrás de los éxitos —social, político o empresarial— se multiplican las historias de trampas y cochupos, y son raros los ejemplos de esfuerzo, disciplina y creatividad?

La degradación moral, ambiental, social, no surgió de repente. Una cultura permisiva a la corrupción alentó los abusos y la hipocresía. Los gobernantes que simulan que gobiernan no son menos patéticos que los empresarios que simulan que emprenden cuando en realidad han fincado sus fortunas en la especulación y el tráfico de influencias, o que los trabajadores que simulan que trabajan pero que hacen todo al a’i se va, o que los maestros que simulan que enseñan a alumnos que simulan que aprenden.


¿Cuándo empezamos a aceptar como “normales” los excesos de nuestras autoridades? Las historias son muchas y vienen de mucho tiempo atrás. En los últimos 100 años las narraciones se multiplican: el capitán Huerta, hijo del usurpador, comprando armamento con sobreprecios que escandalizaban al embajador alemán en México; los negocios al amparo del poder de los generales revolucionarios —Obregón, Abelardo L. Rodríguez, Aarón Sáenz y un largo etcétera— o de los abogados que los reemplazaron a partir de Miguel Alemán.


“Que roben pero que salpiquen”; “la amistad se demuestra en la nómina”; “el que no tranza no avanza”; “no les pido que me den, nomás que me pongan donde hay”… son frases de la picardía mexicana que reflejan la cultura dominante: un país de cínicos.


A lo largo de muchos años, la sociedad hizo de la corrupción un activo. Por eso resulta un descaro que hoy algunos priístas reclamen la falta de resultados en el combate a la delincuencia del gobierno federal, cuando lo que ocurre hoy son polvos de aquellos lodos; cuando muchos de los capos de hoy fueron, en los mejores años del PRI, comandantes de las corporaciones policiales; cuando los casos más escandalosos de delincuencia —las ejecuciones, los secuestros, los feminicidios— competen al orden común y ocurren en entidades como Chihuahua o Tamaulipas, gobernadas por priístas.


Una sociedad agraviada, un país secuestrado, no puede aceptar que no haya alternativas. Pero seguiremos mal en la medida en que, como infantes, pongamos la culpa en “los otros” y no asumamos la parte que nos toca.


La clase gobernante —políticos, ministros religiosos, hombres de negocios, dirigentes sindicales— está ante la oportunidad de lavarse la cara. El acuerdo suscrito el jueves 21 de agosto, en Palacio Nacional —reunión inédita en la que se establecieron compromisos puntuales con responsables y fechas límite para su cumplimiento—, puede ser un punto de quiebre si cada uno o, al menos, la mayoría decide dejar la pachorra, la indolencia y hacer lo que les toca. Pero puede llevar, igualmente, a una frustración mayor si los responsables hacen como que hacen pero en la realidad, por irresponsabilidad, complicidad o miedo, pactan con las bandas y regresan a lo suyo, simular.
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