miércoles, 28 de noviembre de 2007

Agenda antimonopolios, ¿sí o no?

Jorge G. Castañeda
28 Nov. 07
Reforma
Columnas

Al acercarse el primer aniversario de la toma de posesión de Felipe Calderón, resulta inevitable reflexionar sobre el balance de este lapso, con sus también inevitables errores, y sus evidentes aciertos. Quisiera retomar la sugerente tesis planteada en estas planas hace un par de días, quizás con un matiz de abstracción: las condiciones de posibilidad de los innegables logros del gobierno de Calderón... yacen en la naturaleza de sus indudables deficiencias.Esto parece especialmente cierto en lo que muchos -desde The Economist y el Banco Mundial hasta el Peje, pasando por este columnista y varios otros, en estas páginas y en otras- considerábamos como el reto mayor del nuevo régimen: empezar a desmantelar las estructuras monopólicas heredadas del pasado, en materia económica (pública y privada), mediática, sindical y político-electoral. Para una amplia gama de estudiosos de la realidad mexicana, se antojaba obvio que las razones del raquítico crecimiento de nuestra economía -a pesar de su constancia desde 1996- radicaban en el lastre corporativista nacional, omnipresente y omnipotente desde tiempos inmemoriales. Al mismo tiempo, otros analistas, y el propio gobierno, consideraban -también acertadamente- que la máxima prioridad de la nueva administración debía consistir en llevar la fiesta en paz.Calderón ha alcanzado, sin duda, lo segundo... a costa de lo primero. Forjó un alianza productiva con el PRI, un modus vivendi parcial pero respetable con el PRD, un statu quo (perdón por tanto latinismo) con las grandes organizaciones sindicales del sector público y privado, sin hablar por supuesto del empresariado que, dándose de santos por el milagro del 2 de julio, le hace caravanas a un gobierno erigido en mal menor. Los únicos raspones se han producido con los magnates de los medios, aunque a pesar de sus iras y pataletas, se darán por bien servidos con que no se produzcan alteraciones significativas a su privilegiada situación dominante en el mercado.He aquí el quid (otro más) del asunto. Para tranquilizar a los partidos, fue preciso aceptar su reforma electoral, y la consagración de la partidocracia. Para evitar conflictos laborales y consolidar la alianza con mi querida ex casera, fue preciso mantener la opacidad y el anacronismo en el SNTE, y en todos los demás sindicatos del país. Para no perder el apoyo ni del empresariado ni de la comentocracia, fue preciso desistir de cualquier medida o acción anti-trust (no es un latinismo) en el sector público y privado. En suma, para llevar la fiesta en paz, resultó imprescindible renunciar, por lo menos durante el primer año, a todo intento de desmantelamiento de la vieja y perniciosa estructura monopólica mexicana. Más aún, en algunos ámbitos (sindical, representación electoral, banca) posiblemente las cosas están peor que antes.Entendámonos. No se trata de cambiar las reglas del juego y aplicar nuevas normas retroactivamente: que Slim se empobrezca porque es demasiado rico. Tampoco debe el Estado mexicano abandonar la idea de transformarse en un defensor de los campeones nacionales en el exterior, de la organización colectiva de los trabajadores en lo interno, y de un sistema de partidos en lo político. Lo contrario de lo actual no es la indiferencia ante la globalización de las empresas mexicanas, la cancelación de las conquistas sindicales, ni el debilitamiento de los partidos. La meta debe ser apoyar a Telmex, Cemex, Televisa, Pemex y Maseca -entre muchas otras- afuera, pero imponerles a todas mucha más competencia adentro; fomentar la fortaleza sindical, a través de la democracia sindical: que los trabajadores (apartado a) o b) ) puedan o no pertenecer a sindicatos fuertes, puedan o no pagar cuotas, puedan o no aprobar el destino de las mismas; consolidar a los partidos existentes, pero alentar alternativas: candidaturas independientes, o partidos nuevos sin financiamiento excesivo, pero de creación virtualmente automática; no se trata de destruir a Televisa o a Azteca, sino de permitir una tercera, cuarta, o quinta cadena, que compitan con ellas.En su primer año de gobierno, el presidente Calderón no ha querido, o no ha podido, poner en práctica una sola medida antimonopólica digna del nombre. Tiene a su favor un funcionario ejemplar y valiente al frente de la Cofeco; un verdadero pavor de las elites ante la posible (aunque poco probable) resurrección del Peje; un apoyo internacional por lo menos en potencia casi incondicional; y una opinión pública predispuesta, aunque neófita en la materia. Se entiende, quizás, que se puede abrir sólo un frente a la vez, y que se libran las batallas una por una. Pero todos sabemos que el primer año de un sexenio suele ser el más productivo, o en todo caso es cuando se siembran las semillas de cosechas próximas. Tal vez Felipe Calderón ya tenga programado su cronograma antimonopólico, y con toda razón no lo comparte con nadie. O, también, posiblemente ya sepa que su margen de maniobra -debido, por supuesto, a la intransigencia del PRD y a la miopía y mediocridad del PRI- es tan estrecho, que sólo le queda poner en la mesa sus facultades presidenciales. Serían las únicas canicas que le quedan a una Presidencia en plena disminución desde 1997. O podría ser, por desgracia, que simplemente no le interese el tema. Pero en una de ésas, existe una tercera vía: movilizar a la sociedad mexicana en torno a un programa democratizador, anticorporativista, liberal y solidario, que aun si fuera derrotado, encerrara el germen de su victoria lejana, e ilustraría a un país que requiere de educación política con mucha urgencia.
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